martes, 6 de marzo de 2007

EL CORDELITO - GUY DE MAUPASSANT

EL CORDELITO
Guy de Maupassant


Por todos los caminos en torno de Goderville, los campesinos y sus mujeres venían hacia el pue­blo. Era día de feria. Los varones iban delante, tranquilo el paso, inclinando el cuerpo a cada mo­vimiento de sus largas piernas torcidas, deforma­das por los rudos trabajos: por el esfuerzo sobre el arado que obliga al mismo tiempo a levantar el hombro izquierdo y desviar la cintura; por la siega con hoces, que hace apartar las rodillas para mejor afirmarse en tierra; en una palabra, por todas las labores lentas y penosas del campo. Sus blusas azu­les, almidonadas, brillantes, como barnizadas, adornadas en el cuello y los puños por una orla de hilo blanco, infladas en torno del torso robusto, pa­recían globos listos para volar, de los que salían una cabeza, dos brazos y dos piernas.

Unos iban tirando de una vaca o de un terne­ro. Y las mujeres, detrás del animal, le fustigaban las ancas con ramas que aún conservaban las hojas, para apresurarlo. Ellas llevaban al brazo anchos canastos de los que asomaban cabezas de pollos por aquí, cabezas de patos por allá. Caminaban con pa­so más corto y más vivaz que el de sus hombres, con los torsos envueltos en mantoncillos gastados, abrochados sobre el pecho plano con un alfiler; pañuelos blancos a la cabeza, y sobre los pañuelos, un bonete.

Luego pasaba una carretela, al trote sacudido de un jamelgo, agitando extrañamente a dos hom­bres sentados uno al lado del otro, y una mujer al fondo del vehículo, a cuyo borde se agarraba para evitar los bamboleos.

En la plaza de Goderville había una muche­dumbre, una verdadera barabúnda de animales y de seres humanos revueltos. Los cuernos de los bue­yes, los altos sombreros de pelo de los campesinos ricos, surgían por encima de la asamblea. Y las vo­ces chillonas, bulliciosas, formaban un clamor con­tinuado y salvaje que interrumpía a veces una car­cajada lanzada por él pecho robusto de algún labrie­go contento o por el largo mugido de una vaca ama­rrada junto a una casa. Todo aquello olía a establo, a leche, a estiércol, a paja y sudor; despedía un sa­bor agrio, desagradable, humano y bestial, caracte­rístico de la gente de campo.

Máese Hauchecorne, de Breauté, acababa de llegar a Goderville, y se dirigía hacia la plaza, cuando vio en el suelo un trozo de delgado cordel. Maese Hauchecorne, económico como buen nor­mando, pensó que todo tenía una utilidad, y se agachó trabajosamente, pues sufría de reumatismo. Cogió el cordelito, y se disponía a enrollarlo cui­dadosamente, cuando vio al umbral de su puerta a maese Malandain, el guarnicionero, que le miraba. Otrora, habían tenido discusiones acerca de un ron­zal, habían quedado disgustados y ambos eran ren­corosos. Maese Hauchecorne sintió cierta vergüen­za de haber sido visto por su enemigo buscando entre el barro un pedazo de cordel. Escondió pron­tamente su hallazgo en la blusa y luego en el bol­sillo de su pantalón; después hizo como que aún buscaba algo en el suelo, algo que no encontraba, y en seguida se fue hacia él mercado, baja la cabeza, curvado por sus dolores.

Pronto se perdió entre la muchedumbre gritona y lenta, agitada por los interminables rega­teos. Los campesinos palpaban las vacas, iban y ve­nían, perplejos, siempre miedosos, sin decidirse, es­piando de reojo al vendedor, tratando sin térmi­no de descubrir la trampa del hombre y el defecto de la bestia.

Las mujeres habían colocado ante ellas sus grandes canastos, y sacado las aves que yacían en él suelo, amarradas las patas, asustados los ojos, rojas las crestas. Escuchaban proposiciones, man­tenían sus precios, seco el ademán, impasible el ros­tro; o bien, de súbito, aceptando la rebaja impuesta, gritaban al cliente que se alejaba despacioso:

—Ya está, maese Anthime, se lo dejo.

Luego, poco a poco, la plaza se despobló, y ha­biendo sonado el Ángelus de mediodía, los que vi­vían lejos se diseminaron hacia las posadas.

En casa de Jourdain, la sala grande estaba repleta de comensales, tanto como el ancho patio de vehículos de toda clase, carretas, carretelas, tar­tanas, cabriolés, tílburis, innumerables carroma­tos y carricoches, llenos de barro y suciedad, defor­mados, arreglados, alzando al cielo, como dos bra­zos, sus varales, o bien la parte delantera en tierra y la trasera en alto.

Junto a los campesinos, sentados a las mesas, la inmensa chimenea, llena de un fuego claro, arro­jaba un vivo calor en las espaldas de los que esta­ban al lado derecho. Tres asadores daban vuel­tas, cargados de pollos, palomas y piernas de car­nero; y un grato olor de carne asada y de chorrean­te jugo, saliendo del hogar, iluminaba la alegría y humedecía las bocas.

Toda la aristocracia del arado comía allí, en casa de maese Jourdain, posadero y chalán, un pi­llastre que había hecho mucho dinero.

Los platos pasaban y quedaban vacíos, como los jarros de sidra amarilla. Cada cual contaba de sus negocios, de sus compras y sus ventas. Se daban noticias de las cosechas. El tiempo era bueno para
las hortalizas, pero un poco pesado para el trigo.

De pronto, redobló el tambor, en el patio, an­te la casa. Todo el mundo se puso de pie, salvo al­gunos indiferentes, y corrió hacia la puerta, a las ventanas, con la boca llena y la servilleta en la ma­no.

Cuando hubo terminado su redoble, el prego­nero gritó con voz entrecortada, recalcando las frases de un modo torpe:

—Hago saber a los habitantes de Goderville, y en general a todas las personas presentes en la feria, que se ha perdido esta mañana, en el camino de Beuzeville, entre las nueve y las diez, una car­tera de cuero negro, que contiene quinientos fran­cos y papeles de negocios. Se ruega la lleven a la Alcaldía, inmediatamente, o a casa de maese Fortu­nato Houlbréque, de Manneville, y se le darán vein­te francos de recompensa.

Luego se fue. Una vez más se oyó a lo lejos el redoble sordo del tambor y la voz debilitada del pregonero. Entonces se empezó a hablar de este suceso, enumerando las probabilidades que tenía maese Houlbréque de encontrar o no su cartera. Y la comida terminó.

Se acababa de tomar el café, cuando el briga­dier de la gendarmería apareció en la puerta, y preguntó:

—Maese Hauchecorne, de Breauté, ¿está aquí? Maese Hauchecorne, sentado a la otra punta de la mesa, respondió:

—Aquí estoy. Y él brigadier:
—Maese Hauchecorne, tenga la bondad de acompañarme a la Alcaldía. El señor alcalde quie­re hablar con usted.
El campesino, sorprendido, inquieto, se tomó de un trago su copa, se levantó y más curvado aún que por la mañana, pues los primeros pasos después de cada comida eran particularmente difíciles, se puso en camino, repitiendo:
—Aquí estoy, aquí estoy.
Y siguió al brigadier.

El alcalde lo esperaba sentado en un sillón. Era el notario del lugar, hombre gordo, grave, de frases pomposas.
—Maese Hauchecorne —le dijo—. Esta maña­na le vieron a usted cuando recogía del suelo en el camino de Beuzeville la cartera perdida por maese Houlbréque, de Manneville.

El labriego, desconcertado, miró al alcalde; ya se asustaba de aquella sospecha que caía sobre él, sin que supiera por qué.

—¿Yo? ¿Que yo he cogido del suelo esa carte­ra?
—Sí, usted mismo.
—Palabra de honor, pero si ni siquiera sabía nada de eso.
—Le han visto a usted.
—¿Que me han visto a mí? Quién me ha vis­to?
—El señor Malandain, el guarnicionero. Entonces el viejo recordó, comprendió y, en­rojeciendo de cólera:
—Ah, ¿conque me ha visto ese granuja? Lo que me ha visto recoger es este cordelito, señor, alcalde.

Y buscando en el fondo de su bolsillo, sacó el pedazo de cordel.
Pero el alcalde, incrédulo movía la cabeza.

—No me va a hacer creer usted, maese Hau­checorne, que el señor Malandain, que es un hombre digno de fe, tome esa cuerda por una cartera.

El campesino, furioso, alzó la mano, escupió a un lado para atestiguar su honor y repitió:

—Sin embargo, ésta es la verdad del buen Dios, la santa verdad, señor alcalde. .¡Por la salvación de mi alma, se lo juro!

El alcalde continuó:

—Después de haber recogido el objeto usted estuvo rebuscando por un rato en el barro por si se había escapado alguna moneda.
El buen hombre se ahogaba de indignación y de miedo.
—¡Que se puedan decir... , que se puedan de­cir mentiras como ésa para calumniar a un hombre decente! ¡Que se puedan decir tales cosas!

Fue inútil que protestara. No le creían.

Le carearon con Malandain, que repitió y man­tuvo su afirmación. Se injuriaron durante una ho­ra. Registraron a pedido propio a maese Hauche­corne. No encontraron nada sobre él.

Por fin, el alcalde, perplejo, le dejó ir, previ­niéndole que iba a avisar a la policía y pedir órde­nes.

La noticia se extendió. A su salida de la Alcal­día, el viejo fue rodeado, interrogado con una cu­riosidad ya seria, ya burlona, pero en la que no en­traba la menor indignación. Y él se puso a contar la historia del cordelito, y nadie le creyó. Reían.

Allá iba el hombre detenido por uno y otro, deteniendo él a sus amistades, reiniciando el relato de sus protestas de inocencia, mostrando sus bolsi­llos vueltos, para probar que no tenían nada.

Le decían:

—¡Anda, anda, viejo ladino!

El se enojaba, se exasperaba, enardecido, de­solado de que no le creyeran, no sabiendo qué ha­cer y contando todo el tiempo su historia.

Llegó la noche. Era preciso partir. Se puso en camino con tres vecinos a los que mostró el sitio donde había encontrado el trozo de cuerda; y por todo el camino habló de su aventura.

Dio una vuelta por la aldea de Breauté, pa­ra contárselo a todo el mundo. No encontró sino incrédulos.

Y pasó enfermo toda la noche.

Al día siguiente, a eso de la una, Marius Pau-melle, mozo de labranza de maese Bretón, cultiva­dor de Ymauville, devolvía la cartera y su contenido a maese Houlbréque, de Manneville.

Este hombre decía haber encontrado la carte­ra en el camino; pero no sabiendo leer, la había lle­vado a casa y se la había entregado al patrón.

Corrió la noticia por los alrededores y le fue co­municada a maese Hauchecorne, quien se puso in­mediatamente a circular y a narrar su historia, completada con el desenlace. Triunfaba.

—Lo que más me dolía —decía— no era tanto la cosa, comprendan ustedes; era la mentira. No hay nada que moleste más que ser mal mirado a causa de una mentira.

Todo el día hablaba del asunto, lo contaba por los caminos a la gente que pasaba, en el cafetín a los que bebían, a la salida de la iglesia el domin­go siguiente. Paraba a los desconocidos para decír­selo. Ahora estaba tranquilo, y, sin embargo, algo le molestaba, sin que él supiera exactamente lo que era. Parecía que se burlaban al oírle. No se con­vencían, por lo visto. Se le antojaba sentir comen­tarios a sus espaldas.

El martes de la semana siguiente se fue a Goderville, movido solamente por la necesidad de con­tar su caso.

Malandain, de pie a su puerta, se echó a reír al verle pasar. ¿Por qué?

Se acercó a un granjero de Criquetot, que no le dejó terminar y, dándole un golpecito en el vien­tre, le dijo:

—¡Anda, viejo pillastre! —Y se alejó.

Maese Hauchecorne se quedó desconcertado y más y más inquieto. ¿Por qué le habían dicho "vie­jo pillastre"?

Cuando se sentó a comer, en la posada de Jourdain, se puso a explicar el asunto.

Un chalán de Montevilliers le gritó:

—¡Vamos, vamos, viejo sabihondo, que yo co­nozco muy bien la historia de tu cordelito! Hauchecorne balbució:

—¿Y qué más quieres saber? ¿No fue en­contrada la cartera?

Pero el otro respondió:

—Calla, calla, abuelete. Uno la encuentra y otro la devuelve. Ni visto ni sabido. Dejémonos.

El campesino se sofocaba. Por fin comprendía. Le acusaban de haber devuelto la cartera por me­dio de un cómplice, de un compinche.

Intentó protestar. Todos los comensales se echa­ron a reír. No pudo concluir su comida y se fue, entre las burlas de los comensales.

Volvió a su casa, avergonzado e indignado, ahogado por la cólera y la confusión, tanto más ate­rrado cuanto que era capaz, con su pillería norman­da, de hacer lo que le atribuían y de vanagloriarse de ello como de una buena jugada. Su inocencia se le parecía como imposible de probar, siendo conoci­da su malicia. Se sentía herido en el corazón por la injusticia de la sospecha.

Y comenzó a contar de nuevo su aventura, alar­gando el relato cada día más, añadiendo cada vez nuevas razones, protestas más enérgicas, juramen­tos más solemnes, que preparaba e imaginaba en horas de soledad, con el espíritu ocupado solamente en la historia del trozo de cordel. Y le creían tanto menos cuanto más complicada y sutil era su argu­mentación.

—Esas son razones de mentiroso —decían a su espalda.

El lo oía y esto le quemaba la sangre, y se ago­taba en esfuerzos inútiles. Adelgazaba a ojos vis­tas.

Los bromistas le hacían contar, ahora el "cuento del cordelito" para divertirse, como se hace contar la batalla a un soldado que ha estado en la guerra. Su espíritu, tocado en lo más hondo, se debilitaba.

Hacia fines de diciembre, cayó en cama.

Murió en los primeros días de enero, y en el delirio de la agonía, protestaba de su inocencia, repitiendo:

—Un cordelito. . . , un cordelito.. . Ahí lo ve usted, señor alcalde...

FIN

1 comentario:

Unknown dijo...

Muchisimas Gracias a Palote Verde, magnifica web. Gracias a Uds. me he podido poner en contacto con Juan-Luis Oyaneder Mellado, uno de nuestros primos Chilenos, perdidos entre nuestros contactos, a causa de cambios de gobierno, etc., en el transcurso de las décadas. Ya sé de sus padres, hijas y primos mas antiguos,de quienes no supimos desde los anyos 70 u 80(disculpen, no tengo la 'enye' ni otros acentos; solo la 'é'). Hemos podido intercambiar fotos y datos. Que Dios guarde y bendiga a su gran web y sus lectores.
Joe Silmon-Monerri, Manchester, RU.